Recuerdo cómo se alzaba inmutable, allí, dentro del primer Kyaung de Malasia, escuchando una y otra vez en su móvil quizás el Favourite Worst Nightmare, congelado y ajeno a toda plegaria, mimetizado con el silencio del jardín. Observaba el infinito a través del suelo, siempre absorto en algún pensamiento o eternamente distraído, ciego ante los coloridos ropajes y el brillo de las innumerables imágenes de Buda. Las quimeras del Panca Rupa, guardianes del mundo, no conseguían captar su atención, como tampoco lo hacía aquella peculiar fuente de los deseos o aquél árbol donde era costumbre colgar algún que otro ringgit. Ni tan siquiera la ilustrativa historia de la Iluminación del príncipe Siddhartha parecía aportar un atisbo de luz, valga la redundancia, a su inerte mirada simiesca. ¿Sería aquella la antítesis del Nirvana, sumido para siempre en la oscuridad de unas cuencas vacías? ¿Cuál era el mensaje, si es que había alguno, que se escondía tras aquella inquietante figura?
Hoy he visto cómo un mono le robaba el teléfono móvil a un viajero que, al intentar sacarle una fotografía, quizás se acercara demasiado. Parece ser que es un episodio bastante común en los numerosos lugares que llevan como apellido dicho animal, convertidos típicamente en atracciones turísticas: Monkey Beach, Monkey Forest, Monkey Island, Monkey Temple…
- En el fondo debe de considerarse afortunado – comentaba alguno –, al menos no tiene que andar preocupándose de vacunas. Anda que si le hubiera mordido… A quién se le ocurre.- Añadía mientras, negando con la cabeza, le lanzaba otro pedazo de manzana a un agitado grupo de jóvenes monos.
Curiosa, cuanto menos, la opinión de aquel tipo que parecía tachar de irresponsable a la víctima, cuando él mismo osaba hacer caso omiso a los carteles que disuadían de dar cualquier tipo de alimento a los simios. Y es que esta conducta parece no ser demasiado beneficiosa ni para ellos ni para nosotros ya que, entre otras cosas, fomenta una actitud agresiva de los animales al acostumbrarse a “la buena vida” y creerse entonces con el derecho de disponer de lo que les plazca, bien sea por las buenas o por las malas. Hasta tal punto llega a ser enfermizo este comportamiento, que algunos sienten incluso la necesidad de almacenar en sus nidos objetos que les son totalmente inútiles, como probablemente ocurrió en el caso anteriormente descrito. Vaya, eso da que pensar…
Por razones obvias, no he podido evitar acordarme de nuevo de aquél simio de mirada perdida que tanto me llamó la atención en Georgetown, encaramado en lo alto, en compañía de su teléfono móvil y sus auriculares, inmóvil ante el paso del tiempo. La casualidad ha querido que recuperara aquellas conjeturas y las reinterpretara acorde a los acontecimientos vividos, como si de una revelación divina se tratase, plasmándolos en esta Bitácora de un Soñador. Bien es cierto que Georgetown, Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO, tiene bastante más que ofrecer que una simple escultura, como así se ha intentado plasmar en la anterior selección de fotografías. Aunque, ya sea dicho de paso, no es menos cierto que, para algunos, cueste apreciar a priori la magia del lugar más allá de la originalidad del arte urbano de Ernest Zacharevic. Eso sí, si se dispone de tiempo suficiente, sin duda se acabará disfrutando de una rica e interesante mezcla cultural, con mezquitas, iglesias, templos hindúes, budistas, taoístas… multitud de edificios históricos, cafés y bares escondidos, posibilidades de escapadas naturales alrededor de Penang y, sobre todo, de una suculenta gastronomía que es bien conocida en toda Malasia. Y, lejos de las miradas de aquellos que no quieren ver, escondida en algún lugar del templo Dhamikarama Burmese, una estatua seguirá por siempre gritando en silencio una enseñanza tan banal como valiosa. Cómo le hubiera gustado descifrar su significado antes de que su ofuscación le transformara en piedra… ¿Sería el simio una brillante interpretación del Ensayo sobre la ceguera de Saramago? ¿Sería acaso una caricatura de aquella famosa cita de Einstein: “Temo el día en el que la tecnología sobrepase nuestra humanidad…”? Por fin entendí lo que tus palabras callaban viejo amigo, simple y llanamente:
Hace ya unos años que tuve mi primera inmersión en la cultura musulmana. Fue durante un viaje a Marruecos donde, en compañía de un gran amigo, recorrimos la costa hasta Esauira antes de adentrarnos rumbo a Marrakech con un presupuesto muy reducido, una mochila a la espalda, toneladas de ilusión y, por qué no reconocerlo, algo de miedo. Dicen que el miedo es una reacción a lo desconocido y, desde luego, teníamos motivos de sobra para no saber qué nos íbamos a encontrar, en pleno Ramadán, al recibir información muy contradictoria entre quienes nunca habían estado allí y quienes ya tenían experiencia en el lugar. El atentado terrorista perpetrado en Yamaa el Fna era reciente y ya desde el 11S parecía que viviéramos en una realidad similar a la que planteaba George Orwell en “1984”, con “Euroamérica” constantemente amenazada por “Islamasia”. ¡Si hasta “Big Brother” era líder de audiencia! Sin embargo, nada más lejos de la realidad… A modo de ejemplo ilustrativo de cómo nos trataron allí, os contaré una pequeña anécdota:
Cierto día, al no encontrar alojamiento acorde a nuestras posibilidades, una anciana nos ofreció su cama en una pequeña casa de Asilah. Pese a que insistimos en que llevábamos sacos de dormir y que únicamente necesitábamos un pedacito de suelo, no pudimos hacerla entrar en razón: era una ofensa para ella no ofrecernos su habitación, aunque eso supusiera para ella tener que dormir en el sofá con tan avanzada edad. Ese alarde de generosidad, más común de lo que pueda parecer dentro de la sociedad musulmana, nos marcó profundamente. Me encantaría poder imaginarme una situación similar, en algún pueblecito de “Euroamérica”, donde una anciana ceda su lecho a un par de marroquíes con mochila, de verdad que me encantaría…
Desde entonces, este concepto orwelliano reinterpretado de “Islamasia” vs “Euroamérica” parece ser aún más evidente y, tristemente, los atentados sufridos hasta la fecha han dejado tras de sí, no solo gran dolor y tristeza, sino también un creciente recelo hacia toda la sociedad islámica en su conjunto por parte de “Euroamérica”. Sin entrar en quiénes comparten la responsabilidad de engendrar todo un ejército de asesinos en nombre de Alá y quiénes son los que les financian directa o indirectamente, demasiado a menudo parece olvidarse que gran parte de los objetivos del ISIS son precisamente musulmanes y demasiado a menudo se incurre en una desinformación que bien parece deliberada por parte de algunos medios de comunicación, en ocasiones de un modo tan ridículo como este:
En este contexto, he tenido la suerte de volver a visitar un país musulmán, nuevamente durante gran parte del Ramadán y con una gran compañera de viaje. Dada la poca información sobre esta cultura y sus gentes en “Euroamérica”, me gustaría compartir una de las experiencias personales más gratificantes que Malasia me ha regalado, prácticamente nada más llegar a KL. Sí, así es como los locales se refieren a Kuala Lumpur, quizás porque los acrónimos estén de moda, o quizás porque el nombre signifique literalmente “confluencia fangosa”… Nada que ver con el dinamismo de una ciudad donde la mayoría musulmana convive con normalidad con hindúes y chinos y donde el lodo de antaño hace tiempo que se transformó en una interesante metrópoli a un ritmo vertiginoso.
Como sabréis, el mes del Ramadán está concebido, no solo como una purificación física a través del ayuno, sino también espiritual. Acorde con el Zakat, uno de los cinco pilares del Islam según la concepción Suní, los actos de caridad son muy comunes durante este mes y durante el mes siguiente al Eid al-Fitr, la fiesta de la ruptura del ayuno. Quizás por ello hemos tenido la suerte de experimentar tantas muestras de generosidad, desde galantes desconocidos que te abrían las puertas de su casa sin tan siquiera conocerte, pasando por el altruismo de un conductor que, haciendo autostop, decidió de forma inamovible desviarse más de 200km para acercarnos al siguiente destino. También pudimos compartir en varias ocasiones la ruptura del ayuno con gente local, un momento mágico que aúna solemnidad, fraternidad y matices festivos. Por no hablar de los múltiples ofrecimientos de degustaciones culinarias que, incluso durante su abstinencia diaria, insistían en darnos a probar.
Cierto día Abdul, un chico malayo que tuvo a bien acogernos en su casa durante varios días, nos comentó que el fin de semana tenía previsto colaborar con una pequeña asociación, por si estábamos interesados en acompañarlo. No sabíamos muy bien de qué se trataba, pero sonaba al tipo de experiencias que íbamos buscando en este viaje, así que aceptamos encantados. Nos desplazamos hasta una casa donde había unas 15 personas, la mayoría mujeres, que estaban ordenando lo que parecía ser una copiosa compra de alimentos. Tras una cálida acogida y unos cuantos “selfies” que subieron ipso facto al Facebook, nos pusimos manos a la obra: limpiar y picar las verduras, reír con el llanto de las cebollas, triturar el pollo Halal, desmenuzar con los dedos varios tipos de setas, pelar las cabezas de ajos… El trabajo mecánico daba pie a la conversación y el ambiente era tan distendido que hasta la anfitriona decidió quitarse el velo para aliviar el sofocante calor. Fue especialmente impactante la historia que relató una de las chicas, aventurera y temeraria como nadie, que cruzó, sola, desde Turquía hasta Nepal, pasando por Siria, Irak, Irán, Afganistán, Pakistán y la India, teniendo que esconderse de los talibanes en alguna ocasión y siendo encarcelada en Irán durante varias noches al intentar cruzar la frontera a Afganistán.
Una vez culminados los preparativos, llegó el momento de cocinar: varios kilos de arroz comenzaban a cocerse en una gran olla de unos 50cm de diámetro situada en el patio, mientras que en los fogones de la cocina se entremezclaba el olor de un delicioso sofrito y de una especie de salsa boloñesa para los espaguetis que ya aguardaban listos en el comedor. Los que no cocinaban, preparaban los postres o limpiaban los enseres, todo ello respetando con rigurosidad la abstinencia de agua y comida. Para cualquiera que no esté acostumbrado, puede parecer toda una tortura estar acompañado de esos deliciosos aromas especiados sin poder probar bocado, pero ellos no parecían darle la más mínima importancia. Sin embargo en nuestro caso, pese a que les habíamos manifestado nuestra intención de ayunar con ellos aquél día, no solo nos asignaron el papel de catadores, sino que la anfitriona nos sorprendió con un irresistible Nasi Goreng Ayam al que era imposible negarse. Las risas y el buen ambiente seguía presente y, esta vez, fue un chico joven el que nos asombraba con su fascinante historia: había recorrido en bicicleta unos 15000km, ¡pedaleando desde Londres a KL!
Pronto llegaron los recipientes para almacenar la comida, unos 500 en total, y comenzó el verdadero ajetreo. La caída del sol estaba cerca y había que empaquetar todo en raciones individuales para trasladarlas a otro lugar. El tiempo apremiaba. Con gran eficacia nos pusimos manos a la obra y, tras cargar los termos de café y té junto a los enormes recipientes de agua y sirope, partimos hacia un gran edificio donde se hallaban recluidos medio millar de refugiados afganos llegados de distintas partes del país al huir de la guerra. Sus rostros estaban ensombrecidos, algunos llevaban allí más de tres años, no hablaban el idioma local, ni sabían leer o escribir… Como refugiados estaban obligados a permanecer recluidos en ese edificio y no se les daba la oportunidad de buscar trabajo bajo la amenaza de penas desmesuradamente estrictas, ¿cómo entonces iban a ganarse su sustento y el de sus familias? Estaban literalmente encerrados en ese lugar pero, al menos, tenían un lugar… no como aquellos refugiados Sirios que pusieron sus esperanzas en llegar a “Euroamérica”: sin dinero, allí no había sitio para ellos. Las mafias locales sacaban buen partido de esta situación, permitiéndoles trabajar ilegalmente a cambio de salarios irrisorios, pero eso era mejor que nada… Y, gracias a la caridad de las buenas gentes y de alguna ONG, conseguían subsistir en aquel lugar hasta poder regresar a su país, o lo que quedara de él, algún día… Los niños eran el verdadero drama de aquella injusta situación, confinados lejos de un pasado sepultado tras las bombas, sin posibilidades para labrarse un futuro, aislados de posibilidades educativas, o de aprender un oficio, con una infancia robada… Los ojos me escocían y esta vez no era por las cebollas…
Pero habíamos venido a ayudar, a regalarles sonrisas, una cena abundante y un respiro a su día a día.
– Where are you from?
– I’m from Spain.
– Aaaaah ¡España! ¡Real Madrid, Barcelona, Marc Márquez!
Algunos hasta recitaban la alineación completa de la selección española de fútbol. Desde luego le estaban dando uso a la televisión común del edificio, hasta habían aprendido algo de inglés con la programación en versión original. Aquellos que aún no conocían mi procedencia jugaban a averiguarlo:
-Australian? American?
-Hummmm no… are you Italian?
Los chicos estallaron en carcajadas: ese era precisamente el mote de aquél jovenzuelo, ya fuera por sus facciones o por la camiseta de la selección italiana de fútbol que lucía con orgullo.
Cuando todos los coches llegaron al edificio comenzamos a reordenar las raciones para distribuirlas entre los comensales. Fue un momento algo caótico, donde algunos nos encargábamos de entregarlas directamente a mujeres y niños, ya que los hombres habían optado por hacer caso omiso a aquello de “fila de a uno”. Por suerte no hubo ningún incidente, la comida llegó a todo el mundo e incluso algunos tuvieron ración doble. Recuerdo perfectamente la conversación que, durante la cena, tuve ocasión de mantener con un profesor de universidad que había perdido todo y se había visto obligado a huir de Afganistán. Una ONG había contactado con él para que fuera el intérprete de sus compatriotas y su trabajo allí consistía básicamente en prepararlos para la entrevista con el agente del gobierno en la que debían solicitar el asilo como refugiados. Según me comentó, muchos llegaban tan desorientados y asustados ni respondían cuando se les preguntaba su nombre durante los quince minutos que duraba la entrevista, por lo que eran deportados al no llegar ni tan siquiera a formalizar dicha petición de asilo.
Llegaba el momento de la despedida, los agradecimientos y las fotos de rigor, nuevamente alimentando de forma generalizada a los avatares de las redes sociales. Abdul y el resto de compañeros se felicitaron por la gran labor realizada y nos brindaron una calurosa despedida. Me sorprendió gratamente que incluso las chicas más tradicionales me estrecharan la mano o me dieran un abrazo, ya que no siempre el contacto físico está bien visto por estos lares. Pero lo que de verdad me dejó sin palabras fue cuando comenzaron a proponer ideas de voluntariado para el fin de semana siguiente: lo que para nosotros había sido una experiencia conmovedora y única, ¡aquél grupo de amigos lo repetía cada fin de semana! Y, según me dieron a entender, era una iniciativa bastante común dentro de la comunidad islámica durante el Ramadán.
De nuevo un país musulmán me regalaba inmensas muestras de generosidad, me asombraba con gentes de excelsa calidad humana y me enseñaba a ser mejor persona. Pero quizás esto solo sea una percepción personal acorde a las experiencias vividas. En el fondo, las religiones no tienen por qué hacernos mejores o peores personas, son las personas las que, con sus decisiones, se van moldeando a sí mismos. Las etiquetas y los prejuicios solo sirven para restar tonalidades a la gran paleta de colores de este mundo, solo sirven para polarizar, para adormilar nuestras mentes con una aparente realidad simplificada, solo sirven para compartimentar a las personas cual rebaño y no hace falta ser pastor para saber que el rebaño es mucho más persuasible que tratando oveja por oveja. En última estancia, solo sirven para generar bandos, alimentar el “doublethink” que expuso Orwell en su novela y enfrentarnos por cuestiones de ideología, de religión, de bandera.
Por ello, hoy más que nunca, con todos los medios de los que tenemos la suerte de disponer, cultivémonos, viajemos, leamos, seamos críticos y pensemos como individuos. Tal y como Adrien Brody nos ilustraba en esa preciosa escena de “El profesor”, hoy más que nunca, preservemos nuestras mentes.